un poema sobre autodestrucción.
Alzo mi pluma al cielo, y cierro los ojos.
Un trueno resuena en mi pecho, un relámpago corre en mis venas.
En mi alma, un fuego se enciende.
Mi pulso se acelera, mis latidos sacuden mi cuerpo.
Mis pupilas se dilatan como gata en la oscuridad.
El día de hoy he sido elegida.
Ahora no soy más que un conducto para las musas.
Se derrama tinta, se derraman lágrimas.
Mi alma arde, mi diafragma se quema, mis nervios estallan.
Quiero gritar, pero algo me impide.
Las yemas de mis dedos se derriten sobre el papel.
No siento dolor, y pronto no sentiré nada.
Soy un incendio, blanco y rosa ardiente.
Soy Ícaro firmemente agarrada del Sol.
Soy Zeus, dueña del cielo y la energía.
Soy inmortal.
Yo soy inmortal.
Y es más, si pudiese aprovechar el poder encerrado dentro de mi piel, si pudiese externar una fracción de la rabia que me consume, si mis huesos fuesen tan fuertes como mi resolución, si la luz que me ciega brillara por tan solo una centésima de femtosegundo en frente de mis ojos, explosión azul y destello púrpura, sería capaz de matar a Dios con mis propios puños, y por fin convertirme en la arquitecta de mi propio destino, y esparcirme por el universo a la velocidad de la luz, no, al doble, al triple, y seré una brillante supernova en la oscura extensión del espacio-tiempo, para siempre brillando y brillando en el frío reino de las estrellas de la noche fría y oscura que se asecha por la ventana abierta de mi cuarto en la alta madrugada de la noche sobre mi piel desnuda y húmeda y
Se apaga la luz.
El calor desaparece.
Mi alma son cenizas.
Mi cuerpo desfigurado.
Mis cuerdas vocales deshechas.
Dolor.
Tanto dolor.
Me arrastro por el suelo.
El papel ilegible.
La tinta, en mi cara.
Yo, la victima.